EREMITA
Fue un 23 de mayo del 39 a.C.
El paradero de sus padres es desconocido, únicamente se sabe
que su madre tenía derecho pleno a parir, primero por ser mujer y segundo por
tener matriz.
La infancia del Eremita no fue fácil…se crió junto a una
manada de lobos y otro pequeño niño con origen y destino parecido. Al año y
medio de edad, fue descubierto por unos romanos en una cueva cuando se
disponían a buscar un sitio oscuro y solitario donde poder jugar al mito de la
caverna (no se si me entendéis).
Dicha pareja le educó y le cuidó basándose en la educación
más espartana de la época. Pero el Eremita, no se sabe muy bien si por haberse
educado con y en la más pura Naturaleza o por la genética de sus misteriosos
padres, sentía un rechazo a la educación violenta y estricta que le habían
mostrado.
Así que a los diecisiete años de edad, decidió marcharse de
casa únicamente con lo puesto y una mochila llena de morros de nutria (los
pezones de loba le traían nostalgia).
Peregrinó por muchas ciudades y aldeas de las que fue
escuchando ideas y pensamientos que no le gustaron mucho. Hasta que siete años
después, encontró una grecoaldea autogestionada que estaba llena de personas
que vestían con los harapos y telas más coloridas que nunca antes había visto (eso,
cuando se vestían). En esta aldea se alimentaban de brebajes, plantas y de vez
en cuando de setas que encontraban en los bosques cuando llovía, aunque éstas
las reservaban para los rituales que hacían con música, Romastoocks lo
llamaban.
Una noche de ritual, el Eremita las probó y tuvo una visión
en la que aparecía en una gran ciudad entre mucha gente. Estaba desnudo pero
calzaba unos pequeños zapatos que le causaban un tremendo dolor de pies. Así
que tras treinta años de convivencia en la aldea, empezó su viaje en el cual
decidió no volver a criticar ni juzgar todo lo que oía, como antes hacía. Para
que su tarea fuese más sencilla, prometió no volver a pronunciar ni un sonido
articulado reconocible.
Tras tres años de andanza, llegó a la ciudad que visionó
aquel día. Pero al ver que no conseguía asimilar la palabrería de las calles,
se fue al monte a meditar y a fumar barras de incienso en un altar.
Únicamente se alimentaba de un pequeño enebro que cuidaba y
mimaba como si fuese suyo.
Un día cualquiera, quince años después, a la edad de setenta
y dos años, un asustado y angustiado hombre, tras darle la barrila durante un
rato, le pisó accidentalmente el pie.
Tal fue su dolor, que no pudo
contener un espantoso grito y tras él, hablar…
Tras culparle y contarle lo grave
de lo sucedido, y además de discutir con una extraña muchedumbre, se dio cuenta
de que lo que mejor había hecho estos últimos años, era cuidar del enebro…así
que… era hora de divertirse…¡Estoy vivo! ¡Hola pájaros! ¡Hola árboles!